martes, 14 de febrero de 2017

Los sistemas estelares múltiples y Némesis, la supuesta compañera del sol.


-Oscar Sierra Quintero©

  Lo extraordinario y poco común es la existencia en nuestra galaxia de estrellas solitarias, como nuestro viejo y querido Sol. Tanto es así que, por culpa de esta "regla" galáctica de los soles múltiples y por el hecho de que los científicos se han percatado de que la Tierra ha  sufrido cataclismos recurrentes durante toda su historia como planeta, con una periodicidad asombrosamente regular (cada 200 millones de años más o menos), los científicos han especulado en la posible existencia de una compañera del Sol (a la que le han puesto el significativo nombre de "Némesis") con una órbita tan dilatada en torno a su compañera enana amarilla (esa misma que nos alumbra cada día) que tardaría 200 millones  de años en recorrerla, lo que vendría a explicar el enigma de los cataclismos periódicos en esos mismos lapsos de tiempo, ya que al acercarse Némesis al Sol en cada cierre de su ciclo orbital, perturbaría a la llamada "Nube de Oort"; una especie de mega-burbuja que rodea al sistema solar a una distancia de un año luz (o sea, cientos de miles de  veces más allá de la órbita de Plutón); burbuja conformada por miles de millones de cometas y residuos de la formación del sistema solar que se encuentran ahí, mas  o menos tranquilos y relativamente estáticos, orbitando al sol central sin acercarse mucho a los planetas del sistema.

  Al acercarse Némesis al sistema solar en su perihelio, a una distancia promedio de año y medio luz (según estiman los teóricos de la teoría de la “compañera desconocida del Sol”), su fuerte campo gravitacional vendría a perturbar a la millonada de cometas de la nube de Oort. Por culpa de esta "onda de choque gravitacional", muchos miles de estos cometas saldrían disparados en dirección al interior del sistema solar y entonces aquí viene el acabose. Los planetas gigantes gaseosos (Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno) que normalmente sirven de “escudo” a los planetas pequeños y rocosos ubicados en el interior del sistema solar (como ya vimos en el caso del comenta Shoemaker-Levy que chocó contra Júpiter en el año 1995) esta vez no pueden detener la masiva avalancha de cometas lanzados por Némesis desde la nube de Oort y entonces, una furiosa perdigonada cae sobre la superficie de los planetas menores. Y el nuestro, al ser el más grande y masivo de este grupo de cuatro pequeñines, debe recibir entonces la peor parte de este furioso ataque (al menos que la Luna detenga un porcentaje de esta carga de fusilería cósmica en contra de nuestro mundo). Y es obvio que, tras una masiva caída de meteoros de especial tamaño sobre la superficie de la Tierra, vendrían a producir un cataclismo ecológico, climático y geológico que acabaría con la mayor parte de las especies vivientes, como ha ocurrido ya cerca de 9 veces en toda la historia de nuestro planeta, en una de las cuales (y no precisamente cuando la extinción de los dinosaurios) la vida se extinguió hasta en un ¡98%! lo que deja ver  de paso, que el impulso vital de nuestra sufrida Tierra posee una asombrosa capacidad de recuperación.

  Para concluir y volviendo al punto de los “sistemas estelares múltiples” éstos son tan comunes en esta galaxia y las demás, que en películas de ciencia ficción (como “La guerra de las Galaxias”) se ambientan con dos o tres soles los cielos de planetas ubicados en otros lugares de la galaxia distintos a nuestro sistema solar.

El salto inconcluso del Space Shuttle



--Oscar Sierra Quintero©


  Con el último vuelo del programa Apolo se cerró un primer capítu­lo en la historia de la Era Espacial, en el cual las dos superpotencias surgi­das de la Segunda Guerra Mundial, los EEUU y la URSS, se enfrascaron en una dura y desesperada competencia por el dominio del espacio exterior; competencia que tenía mucho que ver con su pugna en el plano militar y Ia llamada "gue­rra fría" surgida entre ellas después la  contienda mundial.

  A partir de entonces y abandonando ya el interés en Ia Luna (meta final de esta primera etapa competitiva espacial), tanto los EEUU como al URSS se aboca­ron a nuevos proyectos los cuales, a un comienzo, marcharían paralelos y casi al unísono, con la construcción de estacio­nes orbitales permanentemente habitables como los complejos Soyuz-Saliut-Cosmos de los soviéticos y la Skylab de los norteamericanos. Posteriormente y tras una tímida intentona de cooperación espacial entre los dos grandes riva­les, con la misión, conjunta Soyuz-Apolo en 1975 y la prematura caída a Tierra de la estación Skylab en 1979, los proyectos soviéticos y norteamericanos tomarían, en lo sucesivo, caminos diferentes.

La nueva propuesta norteamericana.

  Así, mientras los soviéticos se con­centraban en la construcción de estaciones orbitales cada vez más espaciosas y complejas, con el fin de llevar a cabo investigaciones a largo plazo en condicio­nes de microgravedad, destinadas a desarrollar nuevas tecnologías y a  preparar un futuro viaje tripulado a Marte, los norteamericanos se decidieron, en 1972, por el desarrollo del proyecto de los primeros vehículos espaciales reutilizables con forma de avión (*ver notas complementarias al final) tanto para disminuir los costos de los lanzamientos llevados a cabo por medio de naves y cohetes que se desechaban totalmente con cada misión, como por llevar a la astronáutica a una nueva etapa de evolución tecnológica por medio de un vehículo espacioso, versátil, práctico, reutilizable y multifuncional, sin precedentes en la historia de la carrera especial.

El proyecto de la lanzadera espacial toma forma

  Basados en la experiencia dejada por el programa Dyna Soar (que data de 1958 y que se abandonó en 1963 por considerarse superfluo en esos momentos); por el programa de los de aviones cohete X-1 a X-15 (desarrollado en los años 60) y finalmente por el programa experimental de los aviones cohete    para la investi­gación de cuerpos sustentadores (desarrollado también durante los 60), finalmente tomó forma  y se materializó el proyecto del Space Shuttle, conocido también con el nombre de Lanzadera Espacial.

  Este proyecto se estructuró, en sus etapas finales, en un orbitador o trans­bordador espacial propiamente dicho, dos cohetes aceleradores de pólvora y un propulsor central desechable, de combustible liquido.  El conjunto de la Lanzadera Espacial partiría de la Tierra co­mo un cohete, maniobraría en órbita como una nave espacial y aterrizaría planeando suavemente, como un avión co­mún y corriente.

  El proyecto fue aprobado por el pre­sidente Richard Nixon el 5 de enero de l972, como un sistema de transporte ge­neral, sin una finalidad concreta. Inicial­mente se había previsto que ésta habría de servir para el transbordo de personal, equipos y suministros para una futura estación orbital norteamericana*. Al aplazar los EEUU este último proyecto en forma in­definida, tuvo que redefinirse la misión especifica de la Lanzadera.
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Los justificantes

  Entonces la NASA se apresuró a argumentar que serviría como sustituto reutilizable (y por ende, más económico) de los lanzadores (cohetes) tradicionales, todas ellos desechables. Como veremos más adelante, este argumento llegaría a carecer de una validez práctica. La justificación final, que vendría como anillo al dedo, fue el del laboratorio espacial Spa­celab, propuesto por la NASA a la Agen­cia Espacial Europea (ESA ) --y aproba­do, financiado y construido por la mis­ma--- consistente en una especie de pe­queña estación orbital de misiones cortas, que sería transportada al espacio dentro del compartimiento de carga del transbordador, en la cual se llevarían a cabo operaciones industriales destinadas a la fabricación de cristales de alta pure­za, aleaciones metálicas de resistencia excepcional, y productos farmacéuticos novedosos, todos ellos sólo posibles de manufacturar en condiciones de microgravedad; labor que ya venían realizando los soviéticos en sus estaciones orbitales y que temporalmente habían realizado los mismos norteamericanos en su estación Skylab.

  En su espacioso compartimiento de carga (de 18.3 metros de largo por 4.6 metros de ancho) el transbordador llevaría al Espacio --además del Spacelab-- satélites de todo tipo, sondas interplanetarias, telescopios astronómicos y equipos para una futura estación espacial. De regreso traería a Tierra, para su reparación, costosos satélites averiados, cuando no (y de acuerdo con las circunstancias) estas reparaciones se llevarían a cabo en el mismo espacio, en su compartimiento de carga o cerca de él, por medio de un brazo mecánico atrapador de  satélites, acondicionado para ello. Muchas empresas de comunicación alquilaron entonces espacios a la NASA para enviar o darle mantenimiento a sus satélites.

El Space Shuttle entra en escena

  Pese al optimismo que generaba el ambicioso proyecto, este estuvo plagado, desde un principio, por incontables obstáculos de diversa índole, se produjeron costosos errores y hasta hubo accidentes fatales, los cuales no desviaron a los responsables de la NASA de sus propósitos iniciales. Fue así como el 12 de octubre de 1977 se probó, en la baja atmósfera, el primer modelo de transbordador espacial, bautizado con el nombre de Enterprise (por sugerencia del público, en ho­nor a la famosa serie de televisión Star Trek). Lanzado desde el lomo de un Jumbo 747 en vuelo, el  Enterprise iba tripulado por los astronautas Fred Haise y Gordon Fullerton. Posteriormente se realizarían cuatro pruebas más de vuelo li­bre, la última de las cuales se llevó a ca­bo en 26 de octubre de 1977.

  Por fin, el 12 de abril de 1981, el primer transborador espacial propiamente dicho, el Columbia (primero de una futu­ra, flota de cinco) levantó vuelo hacia el Cosmos desde la base de Cabo Kennedy, llevando a bordo a los astronautas John Young y Robert Clipper; en un primer vuelo de ensayo que culminó dos días después, con un exitoso aterrizaje en la pista 23 de la Base Edvvards, en California, inaugurando de esta forma lo que muchos consideran como la Segunda Era Espacial. En este vuelo, se demostró la versatilidad del nuevo y flamante vehículo, no obstante que experimentó el desprendimiento de varios mosaicos cerámicos, de los 30.922 que lo protegen de las altas temperaturas a las que se expo­ne durante su reingreso a la atmósfera.

El estrellonazo con la dura realidad

  En los vuelos subsiguientes, llevados a cabo tanto por el Columbia como por los nuevos transbordadores que sucesivamente fueron entrando en servicio (Challenger, Discovery, Atlantis y Endeavour), se fue poniendo en evidencia lo desacertado de los entusiastas pronósticos iniciales con relación al supuesto abaratamiento de los costos de lanza­miento. La experiencia vino a demostrar que, más que un “camión espacial" (co­mo en su momento lo llegó a calificar el astronauta Neil Armstrong), el transbor­dador espacial  resultó ser un vehículo complejo y sofisticado, comparable con un automóvil supermoderno y lujoso, cu­yos costos de servicio ascendían a los cuatro mil dólares por cada libra de car­ga útil llevada al espacio en su compartimiento (seis mil si se sumaban los cos­tos amortizados de su construcción), contra los tres mil dólares por libra que costaba enviar equipos al espacio por medio de los viejos cohetes fungibles.

  Por lo mismo en lugar de los 50 via­jes anuales inicialmente previstos, se lle­gó. a un promedio razonable de 12 vue­los por año. Por otra parte, el argumento de que el transbordador serviría como sustituto de los lanzadores tradicionales desechables, se estrelló con la triste realidad de que el gran vehículo, por sus ca­racterísticas, sólo podía moverse en órbi­tas bajas, ubicadas entre los 185 y los 1.100 kilómetros, no pudiendo desarro­llar, de ésta forma, las tareas que sí podían llevar a cabo los cohetes desecha­bles Atlas-Centaur, Delta y Titán III, los cuales pueden alcanzar órbitas sincróni­cas (o geoestacionarlas), ubicadas a 35.88O kilómetros de altura, imprescindibles para satélites meteorológicos ó científicos.

Los errores de la NASA

  Con todo y lo anterior, la NASA sobre valoró los vuelos del costoso transbordador y cayó en el error de utilizarlo para el lanzamiento de un gran número de satélites de todo tipo y condición, llegando a producir un "cuello de botella"; una “presa" de satélites por salir al espacio. Por otra parte, los mismos expertos asesores de la NASA advirtieron desde un principio sobre las limitaciones que tenía el transbordador para proveer la capacidad  de carga necesaria --de aproximadamente 20 toneladas por cada vue­lo- destinada a ayudar a construir y mantener la Estación Espacial Interna­cional (ISS), uno de sus Justificantes más recientes. El faltante en esta labor lo vi­nieron a suplir los cohetes fungibles ru­sos, a costos más razonables. En estos as­pectos, el carguero ruso "Progress" sin tripulación, ha venido cumpliendo efi­cientemente, sin mayores riesgos ni ele­vados costos, la labor de proveer de re­cursos, vitales a la Estación Espacial Internacional (ISS) actualmente en cons­trucción.

  Otro craso error en el que cayó la NASA fue su fe ciega en una tecnología todavía en fase de desarrollo; actitud que la llevó a subestimar sistemas de seguridad y renunciar a los recursos de salvamento de los astronautas en caso de emergencia(1). Como consecuencia directa de lo anterior, se produjo el fatídico accidente del Challenger en enero de 1986 y del Columbia, 17 años después, en febrero del 2003, con la pérdida de los costosísimos aparatos, valorados cada uno en 9.500 millones de dólares; y lo que fue más grave y dramático, produjo la muerte violenta de 14 astronautas en los dos accidentes. Poco después de la tragedia del Challenger, el ex-director de la NASA Thomas Paine (uno de los responsables del exitoso vuelo del Apolo 11 que colocó los primeros hombres en la Luna) opinó que “la pérdida del sentido objetivo de la NASA había producido la tragedia del Challenger" y agregó que “el programa de la NASA se había resquebrajado, de­bido a los pocos avances y a los peligros que venía enfrentando, permitiendo que, de está forma, la negligencia se introdujera en el sistema ".

  Por su parte, los críticos del progra­ma espacial de los EEUU opinan que “en el caso de la filosofía general de la NA­SA, aún se guía por ofrecer espectáculos espaciales (como el alunizaje de las misiones Apolo y el mismo transbordador espacial) pero que fracasa en no enfren­tar los problemas básicos de cómo llegar al Espacio de una manera económica y segura”.

  A todo esto se suman los recortes de presupuesto a los que ha estado sometida últimamente la famosa agencia espacial, además de la desacertada actitud de sus altos mandos al despedir, en el 2002, a cinco de sus expertos asesores, los cua­les habían advertido sobre los problemas que venía presentando la flota de trans­bordadores, lo que hacía  inminente una tragedia como la que, una vez más, volvió a ocurrir un año después, esta vez con la nave más antigua de la flota, el Columbia.

  Llegados a esta altura de los aconte­cimientos, el programa de los transbordadores espaciales entra en un nuevo y angustiante compás de espera, lo que viene a sembrar inquietantes dudas no sólo sobre el futuro Inmediato del programa espacial norteamericano de vuelos tripulados, sino también sobre el futuro de la misma Estación Espacial Internacional (ISS), en estos momentos en hombros de los cohetes de la debilitada Agencia Espacia  Rusa.

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Notas complementarias:

El proyecto madre 


  El modelo original de la Lanzadera Espacial desarrollado por la NASA en 1969, consistía en dos vehículos propulsados por cohete: un acelerador y un orbitador. Ambas etapas serían lanzadas verticalmente, propulsadas por motores de impulso controlable. A cierta altura se separarían y` la tripulación del avión cohete acelerador regresaría a Tierra, mientras el orbitador continuaría su vuelo propulsado hasta alcanzar  la órbita prevista. En 1970 la política presupuestaria nacional de los EE.UU. recortó los recursos inicialmente asignados al proyecto de la Lanzadera Espacial, en unos  5.150 millones de dólares, por lo que, para bajar costos, se eliminó el vehículo acelerador (del tamaño de un Boeing 747) y se transformaron los cohetes impulsores; dos de ellos Incluso de combustibles só­lidos, mucho más económicos. Dentro de estos recortes, se prescindió del sistema de salvamento de la tripulación. EI diseño del orbitador también se modificó, dán­dosele su actual configuración de ala delta.

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Una idea tan antigua como la aviación


  La idea de un planeador impulsado por cohetes es casi tan antigua como la de las primeras máquinas voladoras.  Las primeras tentativas para desarrollarlos tu­vieron lugar en Alemania durante los años 20. En 1924 Friederich Zander fue el pri­mero en fundamentar la ventaja que ten­dría un sistema planeador de descenso desde el espacio exterior, frente al paracaídas. Un modelo de la nave "híbrida" de Zander se exhibió en una exposición internacional llevada a cabo en Moscú, en 1927. El primer estudio conceptual de un avión espacial reutilizable de despegue y aterrizaje horizontal fue dirigido en Alemania, entre 1937y 1942, por el físico é  ingeniero Eugen Sanger, ayudado por la matemática Irene Brent. El proyecto, denominado Bombardero Antipoidal, consistía en un avión colocado sobre un patín, el cual era impulsado por un propulsor de pólvora a través de un monorriel 3 kilómetros, que lo elevaría en un ángulo de 30° a una velocidad de 1.5 mach. Después de soltar el patín y a una altura de 1.700 metros, el avión encendería sus propios motores, elevándose a 160 kilómetros de altura. De ahí volvería a la atmósfera dando una serie de  rebotes que terminaría con un vuelo planeado a una distancia de 23.500 kilómetros del punto de lanzamiento a sea, prácticamente en las antípodas* (de ahí el término de antipoidal) dejando caer entonces su carga explosiva.  Ante el desarrollo de las bombas volantes V1 y V2, este proyecto fue  desechado por la dirigencia nazi a mediados de la década de los 40.


*Punto ubicado diametralmente opuesto en la esfera terrestre con respecto de otro.

jueves, 29 de diciembre de 2016

¿Que nos protege de las supernovas?


-Oscar Sierra Quintero©


Cada año son detectadas en nuestra galaxia entre 10 a 12 explosiones de estrellas "novas" y "supernovas" (y un poco más en las galaxias cercanas). Estas son estrellas que explotan repentinamente, bien por su enorme masa y tamaño o bien porque, en sistemas binarios, una de ellas hala demasiada materia de la otra, haciendo explotar su núcleo por el enorme peso adicional el cual  llega a generar altísimas temperaturas.

Una explosión "nova" ("estrella nueva") o "supernova" -de mayor magnitud- es uno de los acontecimientos cósmicos más catastróficos que se puedan dar en el universo por cuanto una explosión tan descomunal  genera brillos en una intensidad miles de veces a la de la misma galaxia donde ocurre ese cataclismo. Y las enormes presiones y temperaturas que se generan en este violento acto, provocan la creación prácticamente instantánea de los elementos más pesados de la tabla periódica a partir del helio y el hidrógeno tales como calcio, oro, platino, hierro, carbono, plomo, cobre, zinc,  uranio etc.

Este tipo de explosiones traen como consecuencias adicionales una elevada emisión de radiaciones y letales rayos cósmicos de alta energía que se esparcen en muchos años luz a la redonda los cuales, naturalmente, van perdiendo su intensidad a medida que se alejan del foco de la explosión.

 Si sucediera una explosión nova a una distancia no menor de 30 años luz de la Tierra, se volatizaría la capa de ozono de nuestro planeta y su superficie sería totalmente esterilizada, borrando todo vestigio de vida.

Lo curioso es que en los aproximadamente 3 mil millones que lleva de existir la vida en nuestro planeta no haya ocurrido una explosión nova (0 supernova) dentro  de ese radio de los 30 años luz.

En el año 1.054 los astrónomos chinos registraron una explosión supernova en la constelación de Tauro cuyo intenso brillo se pudo ver a plena luz del día y se mantuvo visible durante 22 meses. Esa explosión dejó como remanente una nube de gas en expansión (con una pequeña estrella pulsar en su interior)  que hoy día se puede observar a través de un potente telescopio y se le conoce con el nombre de “Nebulosa del cangrejo” (también conocida como M1, NGC 1952, Taurus A y Taurus X-1). Afortunadamente para nosotros, esta explosión ocurrió a una distancia de 6.300 años luz de la Tierra.

En el año 1572 es astrónomo danés Tycho Brahe registró una explosión supernova en la constelación de Casiopea. Su brillo fue equivalente al del planeta Venus pero, de nuevo para fortuna nuestra, este cataclismo cósmico ocurrió a una muy segura distancia de 3.500 años luz.


La estrella super gigante roja Betelgeuse ubicada en la constelación de Orión, es una muy segura candidata a convertirse en estrella nova o super nova en un periodo de tiempo relativamente breve (entre el día de hoy y unos miles de años en el futuro). Este monstruo estelar se halla a una distancia “media” de la Tierra: 643 años luz. Por su relativamente corta distancia y el enorme tamaño de esta estrella (905 millones de kilómetros de diámetro) el brillo de su explosión en super nova sin duda será el más impresionante jamás visto en la Tierra, alcanzando en la noche la intensidad de la Luna llena. La distancia que nos separa de Betelgeuse protege a nuestro planeta de una catástrofe, pero aún así permitirá la llegada a la Tierra de una alta cantidad de neutrinos que pueden generar mutaciones y cambios genéticos en algunas formas de vida, incluida la humana.

En la búsqueda del planeta X


Oscar Sierra Quintero©


Desde la más remota antigüedad, los astrónomos de los primeros focos de la civilización surgidos alrededor del globo, se dieron cuenta de que contra el fondo de estrellas fijas que conforman las constelaciones de la esfera celeste, se movían cinco puntos luminosos a lo largo de la eclíptica (1). A estos cinco inquietos luceros se les llamó "planetes" (del griego "errantes"). La misma cultura grecolatina se encargó de bautizarlos con los nombres de los dioses mitológicos del panteón griego y romano.

El nombre de los seis primeros planetas
Al más cercano al Sol se le llamó Mercurio, en honor al Dios del mismo nombre, el mensajero de los dioses (”Hermes" en griego), por la gran velocidad con que se mueve cerca del Sol. Al segundo en movimiento y distancia al Astro Rey y en virtud a su refulgente brillo, se le llamó Venus, en honor a la Diosa de la belleza y el amor ("Afrodita" en griego). Nuestro planeta, el tercero en distancia al Sol, pudo haber sido la excepción en esta nomenclatura. Sin embargo a los mecanismos autorreguladores de su clima y su biología, descubiertos por el científico inglés James Lovelock, en los años 60, se le llamó Gea ("Gaia"), por la Diosa griega de la Tierra. Al cuarto, cuyo color rojizo recordaba la sangre, se le llamó Marte, por ser este el belicoso Dios romano de la guerra ("Ares" en griego). Al quinto, de gran brillo y por dominar majestuosamente los cielos, en un total periplo de este a oeste, se le bautizó con el nombre del dios supremo Júpiter ("Zeus" en griego). Por último, al de movimiento más lento y de brillo menor, se le denominó con el nombre del padre de Júpiter y dios del tiempo, Saturno (“Cronos" en griego). Saturno determinó entonces, desde la remota antigüedad, la frontera del Sistema Solar. Más allá de su órbita, sólo se conocía el fondo fijo de estrellas. Esto se debió a que hasta el siglo XVII, la astronomía se practicó "al puro ojo", sin la ayuda de sistemas ópticos algunos.

La revolución del telescopio astronómico
Después de la invención del telescopio astronómico, en 1609, por parte de Galileo, las cosas cambiaron sustancialmente. La visión del Universo se amplió en gran medida. Se descubrieron los satélites mayores de Júpiter, los anillos de Saturno, las manchas solares, las montañas de la Luna y la existencia de muchas más estrellas de las que se veían a simple vista. El descubrimiento de cualquier cuerpo opaco ubicado más allá de la órbita de Saturno, se hizo entonces inminente.

Otro planeta después de Saturno
A mediados del siglo XVII, hace su incursión en el escenario astronómico, un organista de iglesia aficionado a las ciencias celestes, llamado William Herschel. De formación autodidacta en el campo de la astronomía, Herschel se vio en la necesidad de hacerse su propio telescopio debido a que no tenía dinero para comprarse uno. De esta forma terminó construyendo el mejor de su tiempo. La noche del 13 de marzo de 1781, Herschel estaba concentrado, midiendo cuidadosamente las posiciones estelares. De pronto se percató de que una estrella menos brillante -ubicada en la constelación de Géminis- presentaba forma de disco (y no de punto de luz como las estrellas). Pensando que era un cometa, le agregó más aumento al telescopio y vio que era un disco de bordes bien definidos, sin la neblina periférica que caracteriza los cometas. El extraño cuerpo se movía tan despacio, que indudablemente se encontraba más allá de la órbita de Saturno. Esto porque, de acuerdo con las leyes de la mecánica celeste, los planetas se mueven más lentamente entre más lejos se encuentran del Sol (y viceversa).

El descubrimiento oficial del primer planeta "trans saturniano"  se comunicó en julio de 1781. Siguiendo la tradición y por sugerencia del astrónomo alemán Johann Elert Bode  se le bautizó en honor al dios griego del cielo, Urano (caelus). En realidad Urano había sido  visto muchos años antes por otros astrónomos pero, por su lentísimo movimiento, se le había confundido con una estrella de baja magnitud. En 1690, el astrónomo inglés John Flamsteed lo ubicó como la "Estrella 34 del Toro" por su parte el astrónomo francés Pierre Charles Lemonnier  vio a Urano en trece ocasiones y lo registró en otros tantos lugares distintos como trece estrellas.

Las primeras sospechas de un planeta más allá de Urano
En los años siguientes, los astrónomos comenzaron a seguir, con sumo interés los movimientos en el cielo del nuevo planeta. En 1821 el astrónomo francés Alexis Bouvard se percató que Urano presentaba irregularidades en su desplazamiento. Unas veces se atrasaba y otras se aceleraba. En un principio se pensó que estas anomalías se debían a los “jalonazos" gravitacionales que sobre él ejercían las gigantes Júpiter y Saturno. Sin embargo, basados en los cálculos de Bouvard, los astrónomos se dieron cuenta de que, en cierto momento, Urano se encontraba alejado nada menos que dos minutos de arco (equivalente a 1/15 del diámetro aparente de la Luna), con respecto a la posición calculada. Esto los inquietó en gran manera y llegaron a la conclusión que debía existir la fuerza de atracción de otro gran planeta operando sobre Urano, además de las de Júpiter y Saturno. Dado que iba a ser sumamente difícil ubicar al nuevo planeta, debido a la enorme distancia en que debía encontrarse, de acuerdo con la Ley de Titus-Bode (2), se determinó que el primer paso para lograrlo, era por medio de un riguroso cálculo matemático, basado en las leyes de la mecánica Newtoniana, la nueva herramienta con la que contaban los astrónomos, además del telescopio.

El descubrimiento de Neptuno
En 1841, un estudiante de matemáticas de 22 años, alumno de la Universidad de Cambridge (Inglaterra), llamado John Couch Adams, abordó el problema como un pasatiempo en sus ratos libres. Los cálculos los concluyó en setiembre de 1845, determinando que el planeta en cuestión debería estar en un lugar determinado de la constelación de Aquarius, para la fecha del 1° de octubre de 1845. Adams le hizo llegar el resultado de su trabajo a James Challis, director del Observatorio de Cambridge. Aduciendo que tenía otras cosas más importantes qué hacer, Challis remitió a Adams al Astrónomo Real George Biddeli Airy. A éste no le impresionaron los cálculos del joven matemático, y los archivó, sin pasar a más.

Entre tanto, un joven astrónomo francés Urban Jean Leverrier, estaba trabajando también en el mismo problema, sin saber nada sobre la labor de Adams. Terminó su trabajo medio año después que su colega inglés y ubicó al hipotético planeta más o menos en el mismo lugar que le habían asignado los cálculos de Adams, en Aquarius. Después de enviarle los cálculos también a Airy y a Challis, sin obtener de ellos resultados positivos, Leverrier decidió no darles más largas al asunto 'y le envió su trabajo a Encke (descubridor del cometa del mismo nombre), director del Observatorio de Berlín. Este le pidió a uno de sus astrónomos, de nombre Johann Gottfried Galle, que hiciera la averiguación de los cálculos del francés. Afortunadamente, Galle disponía de una nueva carta de estrellas de esa región del cielo, lo que agilizó la labor de búsqueda.

La noche del 23 de setiembre de 1846, Galle se puso a trabajar con su ayudante Heinrich Ludwing d'Arrest. Llevaban esa labor alrededor de media hora, cuando descubren un objeto de 8° magnitud que no figuraba en la carta ¡era el planeta buscado!  Se encontraba a menos de un grado del sitio calculado. Por su color verdoso, el mismo Leverrier lo bautizó con el nombre de Neptuno, el dios romano del mar verde (equivalente al "Poseidón" griego). El honor del descubrimiento se repartió, con justicia, entre Adams y Leverrier. Al igual que Urano, Neptuno había sido visto con anterioridad por otros astrónomos y por su lentísimo movimiento se le había confundido con una estrella.

Plutón entra en escena 
Cálculos posteriores realizados en 1902 por los astrónomos William Pickering y Percival Lovel, determinaron que la masa de Neptuno, no explicaban satisfactoriamente, las irregularidades que presentaban los movimientos de Urano. Todavía más, el mismo Neptuno comenzó a presentar irregularidades entre las posiciones observadas y calculadas. A partir de entonces, Pickering y Lovel se abocaron, cada uno por su lado, a la búsqueda del  9° planeta; una búsqueda que se presentaba muy difícil, dada su evidente distancia del Sol y su consecuente escaso brillo, con lo que fácilmente podía confundirse con el de muchos asteroides que orbitan al Sol. Pikering participó en tres infructuosas búsquedas en 1905, 1919 y 1928. Por su parte Lovel realizó dos búsquedas: la primera entre 1905 y 1909, y la segunda  entre 1911 y 1916. Este año Lovel  falleció sin haber logrado su objetivo. Sin embargo, dejó cálculos adelantados sobre la posición del ignoto planeta.

El observatorio construido por Lovel en Flagstaff, Arizona, reinició la búsqueda en 1929, utilizando medios fotográficos. El 18 de febrero de 1930, el joven auxiliar de astronomía Clyde William Tombaugh, detectó en las placas un pequeño objeto con una magnitud de 14,9 que durante un mes llegó a presentar un evidente desplazamiento contra el fondo fijo de estrellas. El nuevo planeta fue bautizado con el nombre de Plutón (con el nombre del Dios mitológico del mundo inferior), por hallarse en los confines del Sistema Solar. También como un homenaje a Percival Lovel, ya que sus iniciales Pl son las dos primeras letras de Plutón.

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Renace la polémica del Planeta X
Con el descubrimiento de Plutón se creyó resuelto el problema del planeta X. Sin embargo, estudios posteriores demostraron que la órbita de Plutón presentaba una desviación de 17,2 grados, en relación con el plano de la eclíptica. Fue entonces una afortunada casualidad que, en el momento de su descubrimiento, Plutón se encontraba en una región que rozaba la órbita calculada por Lovel para el buscado 9° planeta. La gran decepción vino cuando se analizó su brillo, pues resultó ser mucho menor que el previsto para el gran planeta masivo que estuvo afectando a los gigantes Urano y Neptuno. El desconcierto aumentó cuando, al analizar la luz de Plutón, se halló que su superficie estaba compuesta de metano congelado, un elemento con una alta reflexión de la luz. El asunto sobre las verdaderas dimensiones de Plutón, siguió sin resolverse hasta que en el año de 1978, el astrónomo James W. Chrisry, del Observatorio Naval de los Estados Unidos, tomó las mejores fotografías de Plutón y, de esta forma, descubrió en él un extraño abultamiento. Dicho abultamiento resultó ser un satélite al que se le llamó Caronte. La presencia de este satélite permitió calcular la masa de Plutón, que resultó ser de sólo 0,0021 veces la masa de la Tierra, demasiado pequeño para explicar las desviaciones de las órbitas de Urano y Neptuno. Posteriores mediciones le darían al planeta un diámetro de 2.300 kilómetros (es decir, menor que nuestra Luna) y a Caronte unos 1.200 kilómetros. Volvía a renacer, de esta forma, la polémica del misterioso Planeta X que durante cien años (de 1810 a 1910) estuvo afectando los movimientos de Urano y Neptuno.

Búsqueda del Planeta X: la saga continúa
Una nueva esperanza surgió cuando en el año 1977, el astrónomo Charles Kowal, descubrió al planetoide Quirón, desplazándose entre las órbitas de Saturno y Urano. Pero resultó ser también demasiado pequeño (mucho más que Plutón), para ser el enigmático Planeta X. Desde entonces, un grupo de investigadores se ha dado a la ardua tarea no sólo de ubicar al intruso cósmico que estuvo afectando a los ya citados planetas gigantes, sino también en determinar su verdadera naturaleza y las características de una órbita que, por lo analizado hasta hoy, debe ser muy elíptica y mucho más peculiar de la que, en su momento, ofreció Plutón tras su descubrimiento, en la que no sólo presentó una inclinación bastante pronunciada sino que, en cierto momento de su trayectoria, se acerca más al Sol que el mismo Neptuno, debido a la alta excentricidad de su órbita, que llegó a ser de 0,250. La peculiaridad de la órbita del Planeta X, se deduce ante el hecho de que las sondas norteamericanas Pioner 10 y 11, lanzadas en 1972 para realizar los primeros estudios "in situ" de Júpiter, cruzaron los confines del Sistema Solar a finales de los años 80. Sus delicados sistemas de detección no captaron ningún efecto extraño de gravitación sobre ellas. Lo mismo pasó con las sondas Voyager I y II, que años más tarde las siguieron en su ruta al exterior del Sistema Solar. Este suceso llevó a John Anderson, científico de la NASA, a teorizar que la órbita del misterioso Planeta X, además de ser muy elíptica, debería tener incluso un ángulo de hasta 90 grados, con respecto a la de los demás planetas del Sistema Solar.

Otras teorías sobre el Planeta X 
Algunos astrónomos opinaron, en su momento (entre ellos el mismo Anderson), que el mencionado Planeta X no debería  ser por fuerza un planeta, sino una estrella enana blanca en extinción (posible compañera distante del Sol). También se ha dicho que el Planeta X podría ser un mundo con una masa 5 veces superior a la de Júpiter. En este caso se trataría de una nueva categoría de cuerpo celeste previsto por la astronomía moderna llamado "enana marrón", intermedio entre un planeta gigante y una estrella pequeña.
Estas teorías, sin embargo, no han resistido la prueba de la evidencia, ya que una enana blanca apagada es lo suficientemente caliente como para haber sido detectada por el telescopio espacial infrarrojo IRAS. Por otra parte, una enana blanca o un planeta similar a Júpiter habrían afectado a las sondas Pioners y Voyagers en cualquier punto de la órbita en que se encontrase (a la distancia prevista para el Planeta X por la Ley de Titus-Bode).
Sobre su período orbital se le han asignado unos 800 años. De esta forma y de acuerdo con lo apreciado en Urano y Neptuno entre 1810 y 1910, en este lapso se encontraba en su punto de mayor aproximación al Sol (perihelio). En consecuencia, otro período de acercamiento (e interferencia) no se volverá a presentar hasta el año 2.500. El científico Thomas Van Flandern le calculó una distancia entre 50 y 100 U.A. del Sol.

Las tesis más recientes sobre el Planeta X las aportaron, a finales de 1999, los científicos John Murray, de la Open University de Gran Bretaña, y John Mattesse, de la South Western University de Lousiana en La Fayette (EE.UU.). En un caso parecido al de Adams y Leverrier, ambos científicos, trabajando en forma independiente, han llegado a la misma conclusión, luego de estudiar minuciosamente las perturbaciones gravitacionales en las órbitas de cerca de 300 cometas de períodos largos. A analizarlos, llegaron a la conclusión de que, además de las perturbaciones que sobre la Nube de Oort (3) ejerce la combinación de los efectos gravitacionales de todas las estrellas de la Vía Láctea, eventualmente algo grande y masivo que, en ciertos momentos, debe encontrase dentro de la misma Nube de Oort, periódicamente lanza a muchos cometas de esta nube al interior del Sistema Solar, modulando en gran parte este  "oleaje gravitacional" proveniente de la galaxia.

Los dos científicos estiman que el tal Planeta X tendría el tamaño de Júpiter aunque con una masa mayor, y su órbita iría en una dirección contraria a la de los otros 9 planetas  que se mueven en tomo al Sol. Dicha órbita sería tan inestable, que es poco probable que haya durado durante los 4.500 millones de años que lleva de existir nuestro Sistema Solar. De lo que se deduce que era un cuerpo que vagaba libre por el espacio y en un pasado reciente (en términos astronómicos), fue atrapado por la gravedad del Sol, a una distancia que Murray y Mattesse ubican entre las 25.000 y las 32.000 unidades astronómicas.
Así las cosas, su descubrimiento a través de los telescopios convencionales (incluido el poderoso Hubble) puede resultar sumamente difícil por la escasa luminosidad y el lentísimo movimiento que presentaría a esas escalofriantes distancias. Encima de ello, su poca luminosidad resultaría deslumbrada por el brillo de fondo de la Vía Láctea.

Como un cuerpo de tales características necesariamente debe emitir ondas de radio y radiación infrarroja (como lo hace el mismo Júpiter), su descubrimiento está reservado a la nueva generación de observatorios infrarrojos que planean construir en un futuro próximo las potencias espaciales del planeta. "

La gran lejanía de Plutón no permitió por muchos años obtener imágenes de buena resolución, ni aún con los mejores telescopios. Una de las mejores imágenes la obtuvo el Observatorio Naval de los Estados Unidos en 1978, en el cual se pudo descubrir a Caronte como una protuberancia integrada a Neptuno. En años recientes, la gran resolución del Telescopio Espacial Hubble logró la primera imagen "discriminada" del sistema Plutón-Caronte.

La órbita de Plutón resultó ser la más desviada del Sistema Solar con una inclinación de 17,2°, con respecto al plano de la órbita de los otros planetas. Su alta excentricidad lo lleva también a meterse dentro de la órbita de Neptuno en determinados períodos. 

(1) Eclíptica: Línea imaginaria por donde discurre el Sol  en su tránsito diario a través de la bóveda celeste.

(2) La Ley de Titus-Bode (propuesta por los astrónomos Johann Daniel Titus. y Johann Daniel Bode, en el siglo XVIII), consiste en una constante matemática que es correspondiente con la distancia que separa a cada planeta del Sol, tomando como patrón de medida la distancia Tierra-Sol (llamada U.A. o Unidad Astronómica). Dicha relación se enuncia de la siguiente forma: A la serie numérica O, 3, 6, 12, 24, etc., se le su-ma cuatro a cada una de estas cifras y se divide por 10. La sucesión que se obtiene, 0.4, 0,7; 1.0; 1,6; 2,8; etc., coincide con los valores de los pla-netas al Sol, en Unidades Astronómicas.
Plutón y Caronte constituyen un típico sistema de planeta doble, con una poca diferencia de tamaño entre uno y otro. El tamaño combinado de los dos es tan pequeño, que no alcanza a cubrir toda la superficie de un país como Estados Unidos. 

(3) Nube de Oort: Gigantesca esfera conformada por miles de millones de cometas que se supone, rodea al Sistema Solar a un año luz de distancia la cual se integró con los residuos de la formación del Sol y sus planetas.